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martes, 19 de enero de 2010

No Voy en Tren, Voy en Camión

¿Por qué hacen tanto escándalo con la idea de mí subiéndome a un autobús?




“- ¡Tómenle una foto cuando se suba al camión!- gritaban mi amiga y su hermana al despedirnos en el hotel después de haber pasado una noche en Guanawashington para asistir a la fiesta de graduación de aquella.



Por alguna extraña razón, la gente que me rodea siempre se ha formado una idea un tanto errónea de mí con respecto a situaciones que podrían entrar en la clasificación de baños de pueblo. Es verdad, no frecuento lugares donde toquen música banda o norteña, evito la feria de la ciudad (pero derivado de mi aversión a las multitudes), evito comer en lugares visiblemente poco higiénicos, no como lengua, moronga, criadillas, nana, suadero, nenepíl, montalayo, birria, cabeza, cueritos, pata, hígado, corazón o cualquier otra víscera, pero de eso a que no me suba a un autobús, hay mucha diferencia.



Adquirimos los boletos para el camión de la 1:00 pm y compré un paquete de Donitas Bimbo azucaradas y un café americano, que significaron mi desayuno de ese día, y subimos al camión. De antemano era de nuestro conocimiento que el autobús paraba en el vecino municipio de Siladelphia, por lo que cuando llegamos a dicho lugar, la mitad de los pasajeros bajaron para volver a llenarse los asientos con igual número de ocupantes; así fue donde inició mi baño de pueblo.



Tomé una donita de mi mochila y observé como subían aproximadamente 20 siladelphianos, quienes no parecían tener nada en común entre ellos, hasta que subió el último de aquellos, un señor alto de más o menos sesenta años que portaba una gorra y una andadera y empezó a nombrar por sus apelativos a todos y cada uno de ellos, confirmando su posición en el camión: la güera, la chiquis, la hermanita de la chiquis, el pelón, etc, y justo vino a sentarse en el par de asientos a mi derecha.



Por si no fuera suficiente el que aquel señor hubiera poblado media de aquella ciudad, enseguida presencié un hecho que sí de verdad evidenció mi inexperiencia con respecto a viajes públicos terrestres, pues una vez que la mitad de los habitantes de aquella ciudad llenaron el camión, subió detrás de ellos un comerciante ambulante al grito de “pepinos, jícamas, pepinos con limón…” y por si mi incredulidad no hubiera sido ya bastante, inmediatamente después venía su homólogo en materia de “churros, calientitos, recién horneados…”, cuando dichos personajes alcanzaron la altura del pasillo donde nos encontrábamos el señor del andador y yo, aquel me hizo pensar en algunas hipótesis al saludar a ambos por su nombre y apodo, lo que se puede traducir en dos opciones: el señor además de todo conocía a la otra mitad de la población que no era pariente suya o viajaba en aquella ruta 3 veces al día por lo menos.



Así transcurrió el viaje hasta nuestro destino final, con mi compañera de asiento cabeceando a tal grado de que pensé que se iba a decapitar cuando pasáramos por un bache, y con el señor en cuestión conversando a distancia con todos sus prójimos; sin embargo minutos antes de que la unidad llegara a la central de autobuses, una de las nietas le habló y le dijo “abuelito, dice mi mamá que vayas preparando tu andadera…” a lo que él respondió “que vaya preparando ni que ocho cuartos, pos ni que fuera un bebé”.



Para todos aquellos críticos, viajé en camión y sobreviví.



Desde el Puente de Londres para el mundo



Kara