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martes, 30 de agosto de 2011

Eva la Enfermera

Dentro de la escuela en la que estudié por más de 15 años, había un lugar temido por muchos, aunque socorrido por otros como refugio temporal en caso de aburrimiento extremo.



Ubicado en la parte posterior del auditorio principal, la enfermería era un cuarto con algunas de sus paredes pintadas de azul bata de enfermera, dentro de las cuales podíamos encontrar 4 camas que parecían extraídas de recámaras infantiles de la década de los 70’s, un escritorio, un diván de auscultación, una alacena amarilla con una tarja debajo, y un despachador de agua caliente y fría; por supuesto con ese aroma típico a calcio que tienen todos los hospitales y farmacias. Pero dentro de aquellas instalaciones arcaicas, lo peor para mi era su custodio, conocida en los bajos mundos estudiantiles como “Eva la enfermera”.



A ciencia cierta ya no recuerdo los rasgos físicos de aquella señora, pues posiblemente mi conciente los haya eliminado en pos de no generarme un síndrome postraumático de aquellas experiencias, basta decir que se trataba de una mujer de más de 30 años pero de menos de 45, cuyo carácter aguerrido para desanimar a cualquier niño que pretendiera utilizar aquel recinto alopático como fuga a la clase de civismo, con la amenaza de una inyección, fue seguramente el motivo principal de su contratación.



Sus tratamientos de curación eran amplios y muy variados, de la misma forma que ortodoxos. Para los dolores de panza (que así eran descritos por sus pacientes), administraba una gragea color rojo que tenía la forma y el tamaño de un m&m, y que de hecho tenía el mismo efecto sobre un dolor de panza, que el que tendría un m&m para tal caso. Para la desagradable situación en la que un estudiante regresaba su desayuno al contrario de como había entrado, el té de manzanilla era el más socorrido por la enfermera, quien lo preparaba con tal parsimonia como si de un elixir se tratara, el cual después de ser tragado, quemaba el gaznate de la víctima y por lo general producía el mismo efecto que el que había producido su desayuno minutos antes. Pero para aquellos casos más graves, el tratamiento se robustecía combinando los poderes curativos de los dos anteriores, es decir, un m&m con té de manzanilla.



Triste mi calavera un día que a los 9 años dio un mal paso durante una clase de educación física al realizar el paso Yogi (nombre usado por el profe Lorenzo para el Jogging) que me impidió continuar mi actividad física, empeorándose al grado de que no pude caminar más. En pleno recreo, al encontrarme completamente lisiada, con el pié hinchado y sin señales de que el dolor fuera a aminorar, mis adoradas amigas decidieron llevarme a la enfermería evitándome el tortuoso viacrucis de 30 metros hasta allá, levantándome entre todas y cargándome hasta ahí. En el trayecto que me parece duró más de 15 minutos (2 metros por minuto) se interpusieron escaleras, loncheras y 20 pares de pies izquierdos de mis camaradas; pero tan heroico y loable gesto fue pisoteado por “Eva la enfermera” cuando la comitiva llegó a sus terrenos, regañando a todas y cada una de ellas junto con su par de pies izquierdos, argumentando que “no era posible que yo no me hubiera trasladado por mi propio pie”, corriéndolas a todas y mandando llamar a mi maestra, a la monja, y a la Guardia Nacional.



El sermón que me dio no lo olvido, aunque tampoco le encuentro el sentido; me echó una perorata acerca de que Dios nos había hecho con dos manos, dos orejas, dos ojos, y dos piéseses, y que debíamos usar ambos, que si no solo nos hubiera hecho con uno solo, por lo que mi séquito había sido completamente innecesario pues yo no tenía nada (según ella); ella insistía en que yo no quería caminar (claro y ella creía que yo quería que me cargaran todo el día), y un montón de cosas que menos caso tienen que lo anterior.



En aquella ocasión, todo terminó en un pie vendado y un trauma infantil; desgraciadamente tuve que repetir la visita médica muchas veces más, como cuando me desmayé en pleno Evangelio durante una misa de corpus Cristi y como si eso no hubiera sido ya bastante bochornoso, tenía que empezar a enfrentarme a la idea de otro sermón.



En los años consecuentes evité la visita a aquel sitio, hasta que un día, obligada por un dolor incesante de cabeza me hizo volver; con sorpresa y beneplácito al entrar a la enfermería me topé con una cara que no era “Eva”; temerosa, le pedí una Aspirina y sin si quiera rechistar la tomó y me la dio. Después de tantos años, al salir no pude evitar añorar lo diferente que hubiera sido aquel lugar sin un dragón como enfermera, pues al final creo que ese personaje, el té de manzanilla y el m&m rojo, fueron los inicios de mi gastritis actual.


Desde el Puente de londres para el mundo.

KARA